La Caja de Crayolas
Dra.
Elba Torres
“Detrás del
nombre hay lo que no se nombra; hoy he sentido gravitar su sombra en esta
aguja azul, lúcida y leve”.
Jorge Luis Borges

Apenas había salido el sol. Viviana se preparaba para asistir a la
escuela rural que por mucho tiempo le pareció lejana, como un sueño
inalcanzable, símbolo de todo lo bello y desafiante que podía ser el
mundo cuando se tienen siete años. Miró por la ventana y vio a Nereida
vestida con ropas de jugar. No iría a la escuela. A pesar de que los
padres de ésta la matricularon a tiempo, había una extraña condición que
le impedía comenzar a estudiar. Viviana tomaría su lugar. No había
espacio para un niño más; pero, como el pesar de algunos suele tornarse
en el bienestar de otros, a Viviana le tocaría comenzar a tejer sueños
al filo de la realidad.
Era hora de irse. Tenía cuarenta y cinco minutos para llegar. Su padre,
con tono severo, la llama. ¡Tenía que avanzar! En las manos llevaba la
caja de crayolas de siete piezas. Azul, rojo, amarillo, verde, negro,
marrón, anaranjado. Esos eran los colores de su paleta. ¡Nunca había
tenido una caja de crayolas! De pronto ésta se tornaba en un bien
preciado, símbolo de todo lo bonita que puede ser la vida cuando se
tienen siete, por eso no la echó en el pequeño bulto, albergue de dos
libretas y un libro rosa, cuyas láminas le habían fascinado.
¡Viviana, avanza! Mira que tengo otros compromisos.
Se montó apresurado en la bicicleta que solía tomar prestada a un peón
de la hacienda para poder llevar a Viviana a la escuela. En medio de
aquel camino rodeado de piezas de cañas, cuyas guajanas brindaban un
espectáculo de luz y movimiento, la brisa mañanera acariciaba sus
rostros trigueños, quemados por el sol. Viviana, montada en el cuadro de
la bicicleta, se acomodaba agarrándose fuertemente del manubrio, para no
perder el balance. Siempre con su caja de crayolas en la mano. De vez en
cuando la miraba pensando que la maestra la había asignado y en cuántos
de aquellos niños la llevarían. Estaba feliz. Pintaría hermosos paisajes
que luego mostraría a los adultos esperando la palabra bonita, la
palabra de aliento...
Al fin, tomaron la curva de los tamarindos, después de la cual se
divisaba la escuela rural que alojaba en las mañanas a los niños de
primer grado y, en las tardes, a los de segundo. Sin contar que la
pequeña aula al mediodía se transformaba en comedor escolar.
¡Apéate, Viviana! Ya van a tocar la campana.
La niña se apresuró a bajar. Tomó el pequeño bulto, pero cuán grande fue
su sorpresa al observar que de las siete crayolas sólo quedaban dos: la
anaranjada y la verde. Su mirada incrédula reflejó toda la desilusión y
tristeza que una niña de siete años puede llegar a sentir. ¡No lo podía
creer¡ Sus ojos se fijaron en el pedregoso camino dejado atrás, donde
yacían, hechos añicos, los pedazos cromáticos triturados por las ruedas
de aquella bicicleta. Viviana vio alejarse a su padre, sin siquiera
sospechar que éste se bajaría de aquel vehículo para recoger, para ella,
cada pedacito de color que divisara en el camino…

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